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El Cartagines:

Capitulo 1:


Algo flota a Poniente 

«El destino mezcla las cartas.» (Arthur Schopenhauer) 

A las seis y media de la mañana el frío era inusual. Al entrar en el tugurio infesto de Servando, Juan y Manuel saludaron a los paisanos. Después, pidieron café. A pesar de las frecuentes quejas, reclamaciones y guasas, aquel oscuro bebedizo seguía siendo zurraposo.

 

    —Sabes qué te digo, Servandito –Juan utilizó el diminutivo cariñoso para quitar hierro a lo que pensaba decir–, que hoy te has superado, pisha, este café es el más arenoso que he tomado en mi vida. ¡Cómo tienes vergüenza para cobrar a precio de café esta aguachirri! Desde cuándo no cambias ese serrín negro de la cazoleta, ¿eh?
Servando levantó la vista del mostrador y miró a Juan de lado, como si no fuera con él. Secaba cucharillas con un trapo raído y las dejaba caer sobre los platillos preparados con taza y sobrecito de azúcar, alineados en el borde exterior de la barra, como si esperara una avalancha de madrugadores. La queja de Juan logró llamar la atención del resto de clientes que lo miraron expectantes
    —Si no fuera porque está calentito –añadió–, y porque con él me voy enseguida de vareta, se lo iba a tomar tu puñetero padre.  El bar explotó en risas.

Habituado a estos comentarios despectivos, Servando interrumpió el tintineo de las cucharillas y volvió a mirar a Juan. No merecía la pena enfadarse con miserables y melindrosos como ese Juan. Y más, cuando sabía que acudían a su casa por ser el primero en abrir y por lo barato del café que servía. «¡Qué querían por sesenta céntimos, pensó, si apenas pagan el azucarillo y el jabón de fregar! Aunque les diera agua caliente azucarada, al precio que me la cobra el Ayuntamiento, no alcanzo costes.»

    —¡Qué quieres por la mierda que pagas! –irrumpió indolente–. A mí no me eches las culpas. Se las echas a los supermercados que venden por “café molido extra” un puñado de serrín tostado.
Cerró los párpados y respiró profundamente para tranquilizar el ánimo. No se oponía a la crítica educada, a la reclamación que mejora el servicio; pero, de eso a mentar a su difunto padre… De un manotazo asió un pitillo de plástico con mentol que roía para atenuar el mono de nicotina. Lo observó con desprecio antes de arrojarlo al suelo y pisarlo con furia, harto de tanto mordisqueo insípido. Después, increpó a Juan en un tono más calmado.

 

    —Anda, ¡dame un pito!
Estupefacto, el crítico extrajo del bolsillo del pantalón un pitillo arrugado y lo ofreció a Servando. Como si esperara milagros de la dosis de nicotina que pensaba chutarse, lo encendió con brusquedad y aspiró una intensa bocanada de humo. Al inhalar las toxinas, liberó el alma reprimida y sintió un profundo placer.
    —Mira, Juan –sentenció con el índice en alto y la mirada clavada en un punto inconcreto del trozo de callejón oscuro que se vislumbraba desde la barra–, a mi padre me lo dejas donde está, ¿vale?
    —¡Qué pasa, pisha, que no pillas el contenido de la mención…! –Juan continuó con la guasa–. ¡No te das cuenta de que ese café tuyo le puede ir bien! –sonrió, dominada la situación–. Se lo toma, le hace reacción en el estómago y grita, resucitado: ¡Que me cago, que me cago…!
Hizo el remedo de padecer retortijones. Con las manos en el vientre y el torso ligeramente curvado, corría de un lado a otro, metido en el papel de “cagón desesperado”.

Después, más tranquilo, se acodó en la barra y saludó al público. 
    —¡Si vas a tener hasta suerte, pisha! Van a venir los de la Nasa esa de los cojones, dispuestos a comprarte la fórmula que resucita a los muertos.
El tugurio tronó de risa.
    —Sabes qué te digo, Juanito –Servando enfatizó el tratamiento–, que, de momento, te vayas al carajo. ¡Eso, de momento…! Después, ¿sabes qué te digo? –ante la negativa de Juan, continuó–: Que si te gusta lo que encuentras allí, que te quedes y lo saborees, porque, ¡yo me cago en tus muertos! Eso, sin tomar el café de los cojones con el que dices que te vas de vareta, ¿has comprendido la indirecta? 
    —Perfectamente –Juan adoptó postura de abroncado, erguida y digna; al tiempo que retrocedía dos pasos de la barra, un discreto margen de seguridad.
    —Pues eso, ¡joder! –continuó el camarero–, que estoy hasta los huevos de tanta queja de los cojones. Que si el café esto, que si el café lo otro; que si patatín, que si patatán. ¡Hasta los cojones me tenéis! –tosió por el esfuerzo de gritar y miró colérico al cigarrillo encendido, responsabilizándolo de la tos–. Por tu culpa he vuelto al puto vicio este de las narices que me está matando.
    —¡Eso se arregla mu’ fácil, Servandito, hijo! –intervino Manuel, el compañero de Juan.
Manuel tenía pinta de gitanillo saleroso. Moreno con rizos que sobresalían de la gorra marinera con galones dorados de almirante. Perilla fina, recortada con esmero y tiempo; de modo que, la línea de pelillos bordeaba la quijada y subía por el labio superior. Gruesa cadena dorada sobre el pecho descubierto que, al tirar del cuerpo hacia el suelo, le daba un aspecto de enano con mala leche.
    —¡Cómo! –ladró Servando, vuelto hacia él, pendenciero.
    —Sencillo: Comprando café del bueno, ¡joder!
    —Mira, Manuel –avisó el camarero con el rostro desencajado y clavada la mirada en él–, que me voy a cagar en quien tú sabes.
    —Ves, Servando, ves cómo llevamos razón –insistió Manuel–. Ese café te hace el mismo efecto laxante que nos hace a todos –hizo una breve pausa–. ¡No te das cuenta, pisha, que llevas media mañana repartiendo mierda a todo el mundo…! Que si me cago en tus muertos, que si me cago en quien tú sabes… –soltó una carcajada que coreó media barra. Resignado, Servando retomó el manojo de cucharillas y continuó la preparación de platillos para café. Las arrojaba con tanto desenfado que chocaban contra los sobrecitos de azúcar y caían al suelo. Cuando ya se hubo agachado dos veces, dejó las cucharillas y rebuscó entre las botellas de licor. Necesitaba masticar un cigarro mentolado de plástico para olvidarse de la venganza que se le ocurría en esos momentos. Después de visitar por segunda vez el discreto aseo, un apestoso habitáculo situado en el último rincón, oculto tras una mampara de cajas con refrescos vacíos, Juan y Manuel estaban listos para continuar hasta la Caleta. Estaban convencidos de que aquel sería el día en que pescarían la dorada o la hurta con la que todo pescador sueña. Pero, la cosa de la pesca últimamente no estaba ni medio regular. 
Ya habían doblado al final de Marqués de Comillas cuando Juan se detuvo, se quitó el gorro y llevó la mano al vientre, preocupado. Dejó en el suelo los arreos de la pesca y se hundió entre los arriates. 
    —¡Dónde vas, quillo! –gritó Manuel, extrañado por la reacción de Juan.
    —Ese jodido café de Servando –justificaba, pantalones bajados y mirada de oteo.

Al verlo en tal guisa, Manuel lanzó una carcajada, se acomodó contra el murete de piedras centenarias, y encendió un pitillo. Pronto se olvidó de dónde estaba, embelesado por la grandiosidad de la costa que recalaba en numerosas herraduras de fina arena y pinos piñoneros.
     —Manuel, Manuel, ¡búscame un papel por ahí! –la voz de Juan surgió pedigüeña de entre las calvas de flores. 
     —¿Qué quieres ahora? –desde donde estaba, Manuel no se enteraba de la petición de Juan.
     —Un papel, pisha… Que me busques un papel… –reiteró. Al verlo tan desesperado, volvió a soltar una carcajada.
     —No te rías, que igual podía haberte pasado a ti –amenazó Juan tras el seto.
     —De eso nada, mi estómago está hecho a pruebas de tapa de ensaladilla de Servando que esas sí que son peligrosas.
     —¡Cuidado, que del duende-cagalerón del café de Servando no se libra nadie! –se le oía lejano. Manuel echó un vistazo por derredor, sin éxito. El Parque Carlos tercero aparecía limpio. 
     —En las papeleras, Manuel… ¡Busca en las papeleras! –sugirió Juan.
     —¡Joder, pisha!, qué te dio tu mujer de cenar –se quejó Manuel al acercarse a Juan: El olor era nauseabundo.
     —¡Gloria bendita! –no se le entendía bien lo que decía.
     —Sería gloria bendita anoche, cojones; pero se te ha podrido cuando dormías.
     —¿Qué hay en las papeleras…?
     —No sé… Están pintadas de negro y no se ve el fondo.
     —Mete la mano.
     —¡Y una mierda voy a meter la mano! –gritó Manuel con sobresalto–. ¿Tú sabes la de cosas que meten la gente en estos cestos de hierro? Se acercó a otra papelera y encontró la envuelta de uno de esos bollitos rellenos de chocolate y colesterol que le dan a los niños para que se inflen como flotadores de playa.
     —¿Te vale un pastelito? –la situación resultaba cómica y dejó escapar una ruidosa carcajada que no gustó a Juan, agachado y tratando de no mancharse.
     —Déjate de cachondeo, coño, que ahora no estoy para comer nada –protestó.
     —Estoy hablando de la bolsa… 
     —¡Un pelín de interés, Manuel, por tu madre! ¡Pon un poquito de interés, joder, ¡por tu madre! 
Hizo caso al amigo y amplió el perímetro de una búsqueda que resultaba infructuosa. Tras unos minutos, tuvo suerte. De una papelera del paseo, sobresalía un periódico.
     —¿Quieres un periódico? –gritó desde cincuenta metros.
     —Si no hay otra cosa… –contestó resignado–. ¿A cuánto de retirada queda la fuente?
     —¡No te irás a limpiar en la fuente de beber…! –protestó Manuel mientras volvía al encuentro del amigo con el periódico sostenido por dos dedos–. ¡Tú estás loco y te ha dado un ataque de carajotez! En esas fuentes beben zagalillos y no voy a permitir que la llenes de mierda –se puso serio–. Espera, que ya te llevo el periódico. Está mojado, pero te servirá.
     —Tampoco voy a ser melindroso porque esté un poco húmedo.
     —No, no está húmedo… –apuntilló–. Ya te lo he dicho: ¡Está mojado!
     —Vale, le echaré un vistazo –se arriesgó a ponerse en pie y mirar por encima del seto.
     —Te advierto que ni siquiera es de ayer –añadió.
     —¡No lo quiero para leer!

—Vale, cógelo, que no te va a raspar, te lo aseguro; además, así la parienta podrá leer las noticias cuando te vuelvas de espaldas –lanzó una carcajada por la ocurrencia y regresó al murete.
Juan no dijo nada. Se limpió con cuidado, se subió los pantalones y cerró la cremallera. Dio unos pasos para salir del escondite y se acercó a donde estaba Manuel.
      —¡Cómo me he quedado, quillo! –exclamó agradecido–. No es porque fuera el Diario de Cádiz; pero, ha sido fundamental y, además, estaba tan suavecito… 

Desde la barandilla del viejo Baluarte de La Candelaria se divisaba majestuosa la bocana de la bahía. Juan y Manuel se apalancaron al murete, mojado por el relente de la noche. Sacaron medio cuerpo por la barandilla y comprobaron la altura de la marea. Entre la bruma y el escaso alumbrado del Parque Carlos tercero, apenas se veía a más de quince metros. Algunas farolas habían sufrido el vandalismo juvenil de la última botellona. Las que aún quedaban encendidas eran suficientes para mostrar cómo las rocas sobresalían como una enorme terraza, uniforme y sólida. Las olas morían absorbidas por las pozas y recovecos, al tiempo que señalaban una línea blanca de espuma salada. 
      —¡Vaya tela la medusa que viene por poniente, Juan! –gritó mientras señalaba el mar, sorprendido por el bulto que aparecía entre las pozas, zarandeado por el flujo del mar–. Fíjate, quillo.
      —Eso no es bueno –murmuró Juan con cierta desgana–. Con medusas, lo vamos a tener crudo, pisha.
      —No vamos a coger ni gusanas… –resumió Manuel.
      —¡Que cojones, quillo, eso de ahí abajo no es una medusa! –se sorprendió Juan al comprobar la información del compañero.
      —Si no es una medusa, ¡tú me dirás qué es! –se revolvió.
      —Puede ser de tó: Una bolsa de plástico, un pesca’o muerto; o incluso, un fardo de drogas.
      —¡Venga ya, hombre! ¿Tú te crees que los narcos van dejándose fardos de drogas por las escolleras?
      —¡Y si eso de ahí abajo fuera un cadáver…! –soltó Juan de golpe–. ¡Joder, tío, que es un muerto! –gritó señalando las escolleras–. ¡Me cago en la hache mayúsculas…!
      —¡Qué dices de muerto ni qué cojones…!
      —Que sí, quillo, que sí… –insistió–. Que hay que llamar al cero-sesenta-y-dos –decidió de repente.
      —¡Qué dices ahora de cero-sesenta-y-dos! ¿Quieres que nos metan en el trullo por una medusa que has confundido con un muerto? ¡Venga, hombre, tú estás loco! –saltó como si le hubieran pisado un callo–. Imagínate que viene la poli y averigua que es un pesca’o muerto, un paquete de bolsas, o lo que menos te imaginas, ¡el cachondeo que nos montan este año las chirigotas del Carnaval! –hizo una escueta pausa para tomar aliento–. A ver, dime, machote, ¿a cuántos narcos conoces tú en Cádiz?
      —¡A muchos!
      —No hablo de camellos…
Juan no se dejó convencer. Metió la mano en el bolsillo del pantalón y extrajo un móvil de última generación de los que solo tienen los subsaharianos y desempleados, con tiempo para cotejar ofertas de una y otra compañía de telefonía.

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